22.12.09

Navidad.

Soy un asqueroso, lo confieso. No me gusta la Navidad porque odio cruzarme las caras de felicidad de la gente con sus bolsas llenas de cosas y sus tarjetas de crédito echando humo. Odio encontrarme en bares y restaurantes a borrachos de aluvión sonrojados y felices contando chistes verdes y hablando de polvos que (sólo) soñaron pegar. Odio las campanadas porque en vez de ilusionarme con las cosas que haré, me recuerdan las que no hice (y también odio el ritual de verlas por la tele, claro. Eso sobre todo). Odio la alteración de mis rutinas y comer fuera de casa más días de los que quisiera. Odio que mi hermano el mediano no pueda estar en casa para cenar la nit de Nadal —este será el segundo año—, compartiendo en la espalda la carga de melancolía que invade la casa.

Odio muchas más cosas: que haya cierta obligación de regalar cosas y se pierda la sutileza de hacerlo porque sí; odio la Nochevieja con su rintintín de pasarlo como nunca y, al final, bufarse como siempre; odio las colas y las masificaciones, odio los inevitables centros comerciales (todo el año y ahora más aún, con sus grandes rótulos y sus esloganes siempre en castellano), odio los anuncios de Freixenet……… Y odio, en medio de toda esta vorágine, no ser capaz de pensar en otra cosa que en el calentamiento global, en Malí, en Afganistán, en Somalia, en Palestina, en los que duermen bajo el río, en los que se duchan en la Beneficència…

Odio en general esa sensación de alegría efímera que me hiela el corazón, como si todos los días del año no fuesen el mejor día posible para construir todos los sueños, amar a todos los que lo merecen y reír con franqueza junto a aquellos que nos hacen felices

Y sobre todo odio el recuerdo imborrable del duelo de mi madre durante las últimas 26 navidades, el recuerdo de su determinación por sobreponerse a la tragedia, el recuerdo de su presencia de ánimo para tratar de hacernos entender que la vida merece la pena, pese a todo. Y admiro en silencio, cabizbajo, la lección que nunca acabé de asimilar.

La única felicidad que me proporciona la navidad es llevarle a mi madre, un día no demasiado señalado, un inmenso ramo de flores. Una forma de disculpa por no reír, ni amar ni soñar lo suficiente durante todo el año junto a ella.

PS Si me ven sonreír no me acusen de falso. Yo también sigo tratando de sobreponerme. Y de hacer feliz (un poco al menos) a todos los que el resto del año me hacen reír, amar y soñar.

(Foto: mon pare als 3 anys. El seu recort omnipresent sempre em sostrau un somriure; sempre. La seua absència estos dies és, no obstant, intolerable, inadmissible, una feta que mai li disculparé al destí que ens el furtà).

1 commento:

morena ha detto...

Con usted en todo.

b7