
Es peligroso e incluso poco recomendable escribir algunos pensamientos en un papel cuando tienes 16 años, acojonarte cuando lo relees, decidir cerrarlo en un sobre, y poner un aviso fuera suficientemente intimidatorio para que lo dejes cerrado por siempre y no te asalte la tentación de abrirlo.
Hacer algo así es peligroso. Porque efectivamente, doy fe, conservas el sobre y jamás te atreves a abrirlo, pero conforme pasan los años y vas arrancando las nocheviejas en el calendario de tu vida, aquellos pensamientos, lejos de olvidarlos, se asientan, se confirman, se enquistan casi en tu cerebro e incluso puntualmente te atreves a jugar con ellos —yo llegué a novelarlos dulcificados en un texto que conservo en un disquet que nunca podré leer porque ya no existen desde hacen muchos años los amstrad—. En realidad no novelé los pensamientos, sólo el hecho en sí de haberlos escritos y mantenerlos en un sobre cerrado y todo lo que de ello se derivaba.
Es peligroso porque si nunca hubieras sentido el pánico de releerlos al extremo de verte obligado a cerrarlo en un sobre con aviso, tal vez los pensamientos hubieran sido arrastrados por el viento de la vida, que casi todo lo arrastra entre las dunas del desierto y ya ni siquiera existirían.
La inteligencia también es un veneno peligroso. Tanto como la soberbia de encerrarlos en un sobre con un aviso en vez de quemarlo, la soberbia de creer que un día lo abrirás y tal vez no suceda nada.
Como hace rato habrán adivinado, voy a jugar un poco con esos pensamientos en este post, un a modo de regalo navideño para los amigos lectores —que la mayoría son amigos y lectores, además— porque este suceso de mi vida es algo de lo que jamás suelo hablar con nadie —creo recordar que apenas lo he contado a una o dos personas, tal vez tres, y aunque no lo recuerde, puedo imaginar quiénes son—. Tal vez tenga que ver con la película que vi anoche y cuyo nombre no voy a mentar porque ni me gustó ni es recomendable ni me apetece hablar de ella y si les cuento, me vería movido a explicar los porqués.
Aquellos pensamientos eran los siguientes, muy resumidamente y de forma dulcificada. Piensen en un juego, una especie de cábala.
Apunten en un papel a los personajes, reales o de ficción, que les parezcan más admirables. Profundicen un poco en sus vidas y apunten a un lado cuántas de las cosas con que ellos cuentan en su día a día, eligirían ustedes para enriquecer con ellas sus propias vidas.
Cuando yo hice el ejercicio, lo más admirable de todos estos personajes me parecía la inteligencia. Entonces caí en la cuenta de que ni uno sólo de esos personajes había tenido una vida que no estuviera condicionada por el dolor, o rayana en la locura. Dolor y locura. Las dos cosas a las que temo más que a ninguna otra en el mundo. El drama de aquellos pensamientos encerrados es que no era capaz de asociar ninguna conducta sin dolor que me pareciese nacida de una inteligencia admirable. Ya ven ustedes qué cosas pensaba servidor con 16 años. Lógicamente, a todo aquel suceso, le sobrevino un periodo de honda desgana —con la palabra depresión mucho ojo, su uso frívolo debería estar regulado por ley— y aquel adolescente que ya conocía los efectos terapéuticos de la literatura, busco y busco hasta que dió con un raro ejemplar —no he conocido jamás a nadie más que lo haya leído—: la correspondencia de Herman Hesse. En aquel pozo de sabiduría encontré el sextante que me guió durante aquel temporal. Yo ya había leído Siddarta o El lobo estepario y me pareció sorprendente que el autor de aquellas obras fuese feliz en su día a día con las más pequeñas cosas, que eran las que le daban acceso a la grandes, a las inmensas.
El regalo obviamente no es el oscuro alud del párrafo anterior, sino la fe de aquel adolescente, que 24 años después sigue aquí, con los mismos pensamientos de siempre, a modo de guía que no le despiste del camino de la inteligencia —que siempre acaba en la estupidez y la estulticia—, divertido e inquieto, vivo y vivaz, presto a la caza del descubrimiento, siempre en guardia para encontrar (cuando se pierde) y preservar (cuando se encuentra) el equilibrio entre la ansiedad por sentir más y la calma para valorar lo que siente ahora. ¿Sentir qué? Es curioso que haya que hacer un intenso ejercicio racional para rescatar aquello que nos hacía sentir plenos cuando la especie humana comenzó a abadonar el estadio de la animalidad, pero así es.
El gran reto es ser capaz cada día de amar, reír y emocionarse.
El resto sólo son pequeños engaños con que los idiotas se convencen día a día de que sus vidas tienen algún sentido. El sentido es sentir —cada día a ser posible, que "dia que passa, no torna"—: sentir amor, sentir alegría, sentir emoción.
Fe en ello. A todos, amigos y/o lectores. Es lo que les deseo en 2010 y el resto de sus vidas.
Coda: Herman Hesse falleció a los 85 años… de hemorragia cerebral. Su cerebro no dió más de sí… pero quién viviera 85 años con su inteligencia, su plenitud y su equilibrio.
2 commenti:
Amor, alegria i emoció. Minuts després d'escriure açò dos amics grans acaben de tindre una criatura. I ya em tenen en la llagrimeta apuntant. Això sí que és un regal de Nadal!!!
Amar, reir, emocionarse, parir, sentir, soñar, respetar y aportar cosas buenas y cagarse en las malas.
le beso, rechulo
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